sábado, 24 de enero de 2015

Microrrelato

Aquella puerta siempre permanecía cerrada. Sentíamos, como era natural, curiosidad por saber qué ocultaba, qué había tras ella encerrado. Se hallaba casi al final de un pasillo. A veces pasábamos delante de ella con cierto temor, no fuera a abrirse de pronto y saliera de ella un ser perturbado, uno de esos monstruos con los que se tienen pesadillas en la infancia. Temíamos también que allí residiera un fantasma, el espíritu de un antiguo habitante de la casa. Un día, sin que nosotros lo esperáramos, la puerta se abrió. Era un día de primavera o de verano, pues en el pasillo aleteaba una luz dorada. Nos asomamos con mucha cautela al interior. Hay puertas que nunca deberían abrirse: dan al olvido, a un reino clausurado.

Anónimo

Por las calles de París

Hacia el año 1789 de nuestro Señor, recién estallada la Revolución Francesa, un mal día como otro cualquiera, deambulaba yo por las callejuelas de París, cuando unas oscuras nubes dieron paso a una tormenta sin precedentes. Las gotas de lluvia se entreveraban con mis resbaladizas lágrimas que descendían cautelosamente por mis mejillas. Iba sumido en mis recuerdos de ver el cuerpo inerte de mi amigo Vincent arrojado al Sena; tenía grandes signos de violencia por todo el cuerpo: sus uñas habían sido separadas de sus dedos ensangrentados, sus hombros estaban descolocados y su rostro ceniciento manchado de sangre, proveniente de su pelo. Una patrulla de guardias flemáticos se acercaron a mí. Sus ojos no se apartaban de los míos. Tenían las espaldas envaradas. Cuando lograron estar a tres metros de mí, me preguntaron:
-¿Qué hace un mocoso como tú mirando tan fijamente el río? ¿Tienes algo que esconder?
Mis piernas me fallaban y se pusieron a temblar, balbuceé algo que ni yo pude entender y un guardia me interrumpió con unas severas palabras:
-Nadie puede ser testigo de lo ocurrido, por lo que...
De pronto, a lo lejos se oyó un alarido que decía La liberté o la mort!, y bandadas de personajes encapuchados rodearon a los indefensos guardias. Estos exclamaron: "¡Perros revolucionarios!". 
Sin pensármelo dos veces, me zafé de esa cruzada y no pude saber lo que ocurrió posteriormente. Ahora me encuentro vagando sin rumbo por las calles de París. Estas calles están adornadas de la escarapela tricolor, la bandera de la revolución. Muchos carteristas menudean por las calles, y no es infrecuente hallar a alguno de esos infelices haciendo de las suyas. A lo lejos se puede escuchar la marsellesa, cantada alegremente desde una de las tabernas o clubes sociales que aquí hay. Pero nada me anima. El llanto ha cesado. Estoy dispuesto a averiguar quién fue el asesino y torturador de mi amigo Vincent.

Jesús Morales Herrera, 2º ESO A