sábado, 11 de marzo de 2017

EL LOBO
Salvaje, libre, hermoso, elegante. Su pelaje blanco como la nieve y sus andares majestuosos, me dejaban anonadada. Aquel lobo era fuerte, corría como el viento y sus aullidos eran pura melodía.
Lo observaba cómo se escondía en la penumbra esperando a una presa a la que devorar con sus afilados colmillos. Poseía unos ojos que parecían robados del mismo firmamento. Estos tornaron a color rojo mientras se alimentaba de un ciervo haciendo que la nieve se volviera del mismo tono.
Aquel animal era increíble, maravilloso, ágil, astuto, pero temible. Otro lobo enamorado de la luna.
Desperté en la más profunda oscuridad. Mi rostro estaba cubierto de hojas que caían de un árbol cercano. Había estado durmiendo en la falda de aquella montaña a bastantes codos de mi casa y ahora estaba húmeda y marcada por la blanca capa de la nieve.
La frágil paz no duró más de un instante, el viento comenzó a aullar y las copas de los árboles danzaban cada vez más amenazantes, anunciando la llegada de lo que sería un escalofriante camino de vuelta.
Bajé la mirada y observé gigantes huellas dibujadas en el suelo. El inefable encanto de la montaña durante el día había sido corrompido por un terror que tenía algo más que meras ramas crujiendo a causa del hielo.
Y de repente, ese aullido consiguió lo que el frio había sido incapaz de hacer; aquel aullido surgido de las sombras que danzaban monstruosamente más allá del arroyo hizo que se me erizara el vello de la nuca. Las sombras avanzaban con su mortal danza hacia mí.
Desvié la mirada dirigiéndola al arroyo. Un escalofrío recorrió mis piernas y un fuerte dolor en el pecho floreció por lo que vi saltando sobre el hielo.                                                                                                                                                                                 
Lobos…
Corría y corría, pero ellos conocían cada rincón de la montaña. El pelaje grisáceo claro que cubría sus lomos revelaban una larga vida de invierno y supervivencia. Las zancadas de los lobos provocaban un temblor que me taladraba los oídos.
Corrí a través de los arbustos en un intento de perder a mis perseguidores. Las piernas me ardían y las finas ramas de los arbustos me dejaron innumerables cortes en el rostro.
Me desplomé sobre la nieve y, tras una ansiada bocanada de aire, observé cómo se posaba ante mí aquel lobo blanco para protegerme de aquellas bestias.


Silvia Caballero, 3º B

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